En julio publiqué en la revista Deodoro un pequeño ensayo titulado "Cortes y cambio social". La cosa no quedo cerrada para mi, y aquí un intento mas avanzado de eso que ando tratando de decir. Son tres episodios, dos interludios, y un cierre.
Episodio 1: Primero
fueron los jueces
Las sentencias judiciales progresistas suelen anticiparse
a las decisiones de los órganos ejecutivos y legislativos. Los antecedentes son
categóricos al respecto. ¿Ello significa que los jueces son más
progresistas que los políticos?, o acoso que... ¿los activistas deberían buscar el
cambio social a través del litigio antes que de la reforma legal? Mmmmmmmm......
El asunto es que las decisiones progresistas “anticipatorias”
de los jueces son ya tan frecuentes, que negar el fenómeno por contrario a nuestras intuiciones es imposible. Dejemos entonces que los hechos nos inviten a reflexionar...
Hace unos meses la Corte Suprema de Justicia
Norteamericana declaró inconstitucional las leyes estatales que impedían
casarse a las parejas del mismo sexo (un mes antes, hacía lo mismo la Corte
Suprema Mexicana).[1]
Por estos lares, también fueron los jueces argentinos quienes autorizaron los
primeros matrimonios igualitarios, anticipándose así a la reforma del Código Civil. Nuestras cortes además se adelantaron en muchos
años a la ley de identidad de género, haciendo que varias personas transexuales
e intersex pudieran cambiar su nombre y sexo en los documentos de identidad cuando todavía no había ley.
Pareciera claro que las cortes ofrecen un coliseo
que los órganos electivos no están en condiciones de proporcionar. En él, se inician
discusiones sobre las bases de la moralidad social al mismo tiempo que esta empieza
a cambiar. Es en ese Coliseo donde la razón moral progresista toma cuerpo
público bajo la forma de un “caso”, y bajo las reglas adversariales del litigio. Con un
formato casusístico, se empiezan a encontrar formas y pre-concepciones estructurales en los detalles de la vida de alguien. Las nuevas razones morales trazan, en este singular escenario del litigio, su dimensión institucional, mientras el discurso autoritativo del
derecho se convierte en el trofeo anhelado por los militantes del cambio.
Es interesante advertir que este adelantamiento
judicial no empezó para nosotros en esta década. Allá a principio de los ochenta (y todavía
en dictadura), jueces argentinos declararon la inconstitucionalidad de las leyes
de Auto-admistía que pretendieron dejar las juntas militares antes de irse. Fueron
también los jueces de esa década, los primeros en permitir que una pareja pueda
divorciarse, justo antes de que la ley argentina habilitara el divorcio, y ellos
han ordenado, ya en medio de los neoliberales
años 90´, que el Sistema de Salud Nacional provea de medicamentos gratuitos para
todos los enfermos de Sida del país. Y no puede sino llamar nuestra atención, que fuera la
misma Corte de la mayoría automática Menemista, quien haya hecho esto último.
Interludio: ¿Hay una cultura jurídica/judicial que habilita esta contra-política progresista?
A hechos contraintuitivos, corresponde esta pregunta contra-intuitiva. Para el
sentido común, los jueces son “escencialmente” conservadores. Sin embargo, los
antecedentes son contundentes: ellos cumplen un rol crucial de “interface”
entre el cambio social y el orden institucional. Las cortes desambiguan el derecho frente a pretensiones contra sistemicas, frente a las críticas morales a lo
dado, y, frecuentemente, hospedan esas pretensiones en el campo jurídico antes que los
legisladores.
La mirada política atenta, no puede dejar de
advertir en estos antecedentes, las razones del creciente poder simbólico de la
institución judicial y del discurso del derecho en el mundo occidental. En
efecto, cada vez que una ley confirma lo que los jueces venían sentenciando,
algo importante parece demostrarse. En su anticipación, el juez no sólo le
“marcan la cancha” al legislador progresista, sino que, al hacerlo en sintonía
con el “sentir” mayoritario, demuestra
una especial aptitud (y actitud) para imponer pretensiones normativas, que
serán estabilizadoras de un nuevo orden social. En fin, demuestran su Poder, en
la forma más pura.
Podrían articularse diferentes explicaciones a
este fenómeno de la anticipación así expuesto. Tales, las fallas en el sistemas de
representatividad, las fallas en el aparato legislativo para reflejar eficientemente
el sentir mayoritario, los costos de un sistema político de renovación
periódica que copta la mayor parte de la energía política para los proyectos de
corto plazo, el sistema interno de producción y reproducción del derecho y su
vínculo rector con la justicia, o la potencialidad política excepcional que
tiene la dramatización de un caso en un escenario litigioso. A mí, en particular, me convence la idea que resalta la
inclinación que tiene la justicia por “leer” el sentimiento popular y expresarlo en sus decisiones,
como forma de ganar una legitimidad política diferente a la del voto. Ello haría que los jueces (en contra de toda la teoría constitucional dominante) sean en realidad órganos que encarnan, coyunturalmente, bastante bien el sentir mayoritario.
Episodio 2: Al
final, nos salvaron los jueces
No solo a través de la anticipación a las leyes progresistas
se legitima la intervención judicial. Similar resultado se alcanza a través del
desafío judicial a leyes conservadoras a través de la declaración de
inconstitucionalidad, o el respaldo a leyes progresistas en disputas.
La Corte Suprema de Justicia Argentina (CSJ) ha declarado
inconstitucional la penalización de la tenencia de estupefacientes para consumo
personal, y la ley que impone el monopolio sindical, y también sentenció la no
penalización del aborto en casos de violación. Hoy, además, está discutiendo el
derecho a sindicalizarse de las fuerzas de seguridad, y pronto decidirá si el
voto en blanco debe contar o no en las elecciones. Todo esto, mientras el Congreso lleva años estancado
en la discusión de estos temas, y mientras los ejecutivos provinciales y
nacionales se resisten a esos cambios. En ambos casos, para evitar riesgos
eleccionarios impuestos por un conservadurismo quizá minoritario, pero de alta
intensidad política.
Como olvidar aquel 2005 cuando la Corte Suprema
de Justicia Argentina (CSJ) declaró inconstitucional a las leyes de punto final
y obediencia debida en el afamado caso “Simón.” De hecho, lo que hizo la Corte,
fue solo confirmar la constitucionalidad de la ley 27.776, por la que se había
declarado la nulidad de las llamadas leyes de impunidad. Pero en ese momento, la
insuficiente legitimidad de la nueva ley era inocultable. Su vulnerabilidad
crecía, y el fallo Simón vino a purificarla. Así fue la Corte, quien finalmente habilitó
el juzgamiento de los militares (que ya los jueces de los 80 habían habilitado
desafiando a la Junta Militar misma). Esos argumentos legales fueron imprescindibles,
y dieron el respaldo institucional oportuno con el que se pertrechó a la nueva
ley de autoridad estatal, y se habilito la reapertura de los juicios. Lo mismo
que se hizo con la Ley de Medios, entre otras.
[2]
En fin, los jueces no solo se anticipan a las
leyes progresistas, sino que desafían las conservadoras, corriéndolas por
izquierda, o bien, fortaleciendo aquellas leyes progresistas como la 27.776, o la ley
de Medios, para asegurar su estabilidad en el debate público. Al hacerlo, las
Cortes nuevamente brillan, ya no como el primero, sino como el último Coliseo
del debate moral y político. Muestran, en fin, el Poder desarmado, pero instituyente,
de tener la última palabra.
Insisto, ellas canalizan las nuevas razones morales a través de
un proceso claro de desambiguación jurídica. Activan y manipulan la polisemia
infinita de la ley (a veces con el argumento de la coherencia constitucional, la justicia particular y/o estructural, etc.) para
que lo que la sociedad empieza a ver como justo, sea cooptado por el lenguaje
del derecho, y no se confronte a él.
Esta es quizás la habilidad central del sistema
judicial. En este sentido particular es que su rol es funcionalmente paradójico,
pero simbólicamente vital. Que las cosas cambien en el derecho, asegura la
permanencia y supremacía del derecho mismo (y de sus voceros, claro).
Episodio 3: Y sólo nos quedaron los jueces
Cuando se sanciona una ley progresista suele
pasar que, en un primer momento, queda al desnudo la brecha entre la norma y la
realidad.
Lejos de politizar esa brecha, ella es juridizada
por los mismos luchadores sociales que conquistaron la ley. Ellos, se obstinan en preservar
el sabor del triunfo político a costa de reconvertir el relato del conflicto social
en un hecho legal. En efecto, lo que era una “injusticia moral o social” se transforma en una cuestión de “incumplimiento de la ley”. El objetivo político es ahora que la ley se cumpla,
y las intuiciones de los activistas sociales se alinean a favor de “que
reine el derecho.” Así se da el primer,
y más sutil desplazamiento hacia la desmovilización social frente a un
conflicto.
Este ciclo final de la jurídización del discurso
social y político es, también, la escena de coronación de los actores jurídicos
y sus instituciones (segundo desplazamiento clave). Frente a la “falta” de cumplimiento de la ley,
surge la necesidad de que los jueces ordenen que ella se cumpla, y para ello surge la
inexorabilidad de los abogados, quienes van a demandar el cumplimiento con
argumentos jurídicos. De tal manera que los argumentos de los abogados (ahora
protagonistas), devorarán buena parte del debate moral y político, mientras crece
la dependencia a las lógicas, los discursos, los actores y los mecanismos del
campo del derecho.
El desplazamiento del sentido común por el sentido
legal es el último hito de esta escena, y el que genera los mayores peligros
para las pretensiones progresistas. Entre esos peligros el más conocido es el
debilitamiento de la demanda de cambio en el debate público, en una fase en la
que todavía nada ha cambiado. Todo ello, a partir de la expropiación del relato
de los actores del conflicto por parte de los actores legales. Estas
expropiaciones tienen diversas formas, algunas más explícitas como ocurrió en
Córdoba con la judicialización de las razzias policiales y el código de faltas,
y otras más sutiles, como con la Ley de Medios, pero siempre, con efectos de alto
peligro para la lucha por el cambio social.
Interludio 2: ¿Y el cambio social?
Que las cortes se anticipen o mejoren el
progresismo de los órganos ejecutivos y legislativos, no quiere decir que las
decisiones judiciales lideren el cambio social. Los historiadores vienen
demostrando que las Cortes van siempre por detrás de esos cambios, y que las
decisiones judiciales “más progresistas” del derecho occidental, siempre tuvieron
lugar cuando las mayorías ya se alineaban en esa dirección.[3]
Lo que no puede negarse, al menos en el derecho
occidental, es que los jueces catalizan con gran estilo las nuevas intuiciones
morales mayoritarias, o aquellas lo suficientemente intensas como para hacerse
un lugar central en la llamada esfera pública burguesa.[4] Con ello ganan
legitimidad, centralidad institucional, y contribuyen a la estabilización del
orden social.
El observador atento dará cuenta, por un lado, de
que muchas decisiones judiciales progresistas funcionan como eficientes mecanismo
político auto-legitimantes de las instituciones jurídicas, sus actores y discursos,[5] y, por otro lado, también
advertirá que ello no es ni bueno ni malo per
se.
Con ánimo de evitar pueriles tensiones, podría decirse que
no debería importar tanto si las Cortes ganan legitimidad o no, y si deberíamos
mirar si al hacerlo contribuyen o no al cambio social que se busca. Muchas
veces, las decisiones judiciales sólo desmoviliza a sus activistas con
“triunfos de papel”, y discurso despolitizado. Mucha de la legitimidad que
ganan en una decisión, no se la sacan a los conservadores, sino a los mismos
activistas del cambio.
El Coliseo de las Cortes, como cualquier otro,
tiene sus propios intereses corporativos que resguardar, más allá del papel y
del discurso que ofrece. Es vital estar
alerta a tales intereses, ya que discurso legal progresista, y cambio social progresista,
no siempre van juntos.
Es por eso que es imprescindible mirar de cerca las
formas de la intervención judicial, caso por caso, e identificar aquellos casos
emblemáticos que develan la mera función de auto-legitimación en sus propios
términos, sin ningún impacto, ni directo ni indirecto en el conflicto social, y
los que en cambio sí impactan. La mirada
no sólo debe enfocarse en los efectos instrumentales de la sentencia. Los
efectos simbólicos, y el llamado efecto dominó de las decisiones también
cuenta. Pero es un gran error de nuestros días, el dejar fuera del análisis al efecto simbólico o dominó de la
negación de la jurisdicción, y/o del poder instrumental del derecho, así como el efecto causado por la excesiva juridización del conflicto.
Episodio de Cierre
La intervención judicial nunca es inocua. Tampoco
lo es la decisión de ciertos actores de seguir el camino legal para hace a la sociedad
más justa. Frente al conflicto social y el imperativo moral de cambio, el litigio no es un inexorable republicano, sino
una decisión política que debe hacerse cargo de sus múltiples, y a veces impredecibles
efectos.
Las Cortes son un aparato simbólico que producen efectos hacia un lado
y hacia otro, y que tienen intereses corporativos propios. Muchas veces acudir
a ellas puede acarrear el entrampamiento legal de los militantes del cambio, la
pérdida de potencia del discurso político, su deslegitimación frente a las
víctimas, o una re-adaptación que redobla las resistencias al cambio. Todo eso,
bajo la máscara de una decisión emblemática aplaudida por el campo jurídico y
por la prensa.
Otras veces, puede ocurrir lo ideal: una intervención judicial puede
constituir una contribución clave para ordenar las lógicas de producción y
reproducción del discurso legal hacia la facilitación del cambio social. Lamentablemente,
tiendo a creer que los actores judiciales, y los actores legales en general
(aún los llamados progresistas), son altamente inconscientes de sus propias formas de producción y reproducción, y con ello, de este poder
particular de la justicia. Sin esa conciencia de sí, es difícil esperar una contribución vigorosas de los actores legales en este sentido. Por eso mi esperanza se deposita en la creciente inteligentia que viene desarrollando la sociedad civil al rededor de los tribunales. Mi ánimo en este artículo, no es otro que contribuir a ella.
[2] ¿Cómo olvidar cuando la misma Corte declaró la
constitucionalidad de la Ley de Medios en el 2013?. Lo hizo justo cuando se
debatía la misma legitimidad del poder judicial para inmiscuirse en la validez
de una ley dictada por las mayorías. Así la CSJ reconvirtió en legitimidad
judicial, un caso que venía significando una fuerte crítica hacia la
intervención de los jueces que recogían los reclamos de Clarín.
[3]
Un caso paradigmático del litigio progresista occidental es el caso Brown v.
Board of Education, en que la Corte Norteamericana declaró la
inconstitucionalidad de las leyes de segregación racial educativa (aquellas que
establecían escuelas para blancos y para negros). El historiador Klarman advierte que “Brown no es un ejemplo de la resistencia de la Corte al sentimiento
mayoritario, sino más bien de la conversión de un emergente consenso nacional
en un mandato constitucional” (Klarman, M., 2007:77). Las encuestas de opinión
(GALUP) de ese mismo momento revelaban que el 54% de los norteamericanos
apoyaba la decisión de la corte (Klarman, 2007 y Lain, C., 2010:10). Más aún, Brown impugna reglas segregacionistas
que estaban vigentes en menos de la mitad de los ,estados del país. En efecto,
la mayor parte de los estados norteamericanos ya no segregaba al momento en que
se decidió Brown. Sin embargo, el
Congreso Federal estaba estancado en este debate, y fue la Corte Suprema la que
intervino.
Observaciones similares pueden hacerse respecto de la decisión más
reciente de la Corte Norteamericana en materia de matrimonio igualitario, y de
casi todas las importantes decisiones progresistas de nuestra propia Corte.
[4]
Utilizo la idea de “esfera pública burguesa” en términos Habermasianos, con
todos los problemas de accesibilidad y de publicidad que le cuestionan autores
como Nancy Faser (1997, Cap.II). En este tipo de esfera, no siempre las
posiciones mayorías reciben el lugar dominante. Muchas veces las preferencias
políticas más intensas se imponen frente a la desidia, o menor interés de las
mayorías sobre la cuestión moral en debate.
[5]
La
legitimidad social que ganan los jueces al ser los primeros en expresar
institucionalmente lo que quiere la voluntad política dominante, los abogados
que les llevan los casos que la expresan, los juristas, que generan los
argumentos legales que fundan las decisiones de cambio, ha sido el principal inmput de legitimación social y política
del sistema judicial occidental.
Entre los observadores externos al derecho, están
los que ven a la intervención judicial progresista unida coyunturalmente a la
legitimación del derecho y sus actores. Es decir, quienes identifican una
conexión causal. Otros, dirán que ese tipo de intervención es lo que
“justifica” el rol político de los jueces en nuestro sistema institucional.
Ellos intentan justificar esa conexión causal. Finalmente, estarán los que se
ocuparan de indicar que muchos actores del campo jurídico, buscan esa
legitimación como un objetivo único, o al menos privilegiado. Estos últimos observadores pretenden explicar
la conexión causal entre legitimidad judicial y discurso progresista.
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