miércoles, 8 de julio de 2020

¿Porqué el Poder Legislativo no parece ser el decisor al que acudir en tiempos de emergencia?: Una explicación feminista.


Como feminista no puedo sino quedarme callada y ver saltar ovejitas en mi cabeza, cada vez que conversando con alguien sobre temas de derecho público, su  argumento se asienta en la “necesidad” jacobina de la concentración del poder.  Ya sea como argumento moral del mal menor, o como “supuesta” verdad histórica incontrastable. Siempre me siento fuera de lugar con  esas explicaciones de la historia o la moral política, a las que percibo como una pulsión hormonal determinada a un juego de suma cero. Les veo regocijarse en afirmaciones sobre la verdad de “lo real”, y aunque sé que mi obligación sería tratar de argumentar,  de generar un discurso deconstructivo, confieso que me da mucha, pero mucha fiaca.  Aún desde la voz de la mistificación teórica, me alienan esas posiciones que presuponen que fue el macho alfa quien dio a luz al Estado de Derecho, y que a su versión moderna debemos volver, cada vez que el riesgo nos asecha.
Pero es ese dogma de la necesidad cíclica de los momento jacobinos, el que sobrevuela el tema que aquí sí me interesa discutir: ¿Por qué el Poder Legislativo no parece ser el decisor al que acudir en tiempos de emergencia como esta?.
¿Porque tan pronto como los términos del juicio de razonabilidad sobre las decisiones pública se alteran a raíz de lo urgente, lo imprevisto,  o lo grave, el Poder Legislativo desaparece de nuestro imaginario? Pareciera que estaríamos dispuestxs a que nos gobierne incluso un general, o que lo decida la Corte Suprema, antes de acudir a las puertas del Parlamento.
La respuesta fácil, claro, es que los cuerpos colegiados son más lentos, y así, inocuos frente a la urgencia. Sin embargo, esta respuesta fácil es el salvo-conducto para escapar a una pregunta más profunda: ¿En verdad la urgencia es el elemento decisivo que nos aleja de la asamblea legislativa? ¿o acaso lo que nos aleja es la gravedad del evento?  
Digo, si hubiera la posibilidad de juzgar algo urgente pero nada grave, discutir lo apropiado de un DNU sería casi fútil. Lo grave y lo urgente parecen ser uno. Entonces, si la gravedad del peligro que acecha es alta, ¿acaso no consideraríamos que lo más importante sería tomar la mejor decisión, aunque esta se atrase un poco? ¿qué nos lleva a unir gravedad y urgencia en el sentido de qué siempre la respuesta rápida es la mejor opción?
Mi punto es sencillo: yo creo que no vemos al Poder Legislativo como el que puede tomar la mejor decisión. Nuestro preconcepto no es sólo que es más lento, sino que es menos confiable. En otras palabras: El miedo nos pone en manos del monarca. Y no es por la  mera urgencia, o la premura, sino por una cuestión de confianza.
Por un lado creo que preferimos que la cara del/la que da la orden y establece la dirección sea bien conocida. Queremos advertir sus gestos, para poder interpelarla/o (si viene el caso), para sentirnos en diálogo con la razón del otro. Si vamos a dejarnos dominar y guiar necesitamos ver la cara del taxista que nos levanta en la noche oscura, mirar por el espejo sus gestos, sentir su respiración, escuchar su voz.
Siempre me acuerdo cuando me subí por primera vez a uno de esos taxis con un vidrio de separación entre el conductor y yo. De mi lado tenía hasta una tele, y una maquina para pagar con tarjeta. Sentí una indefensión tremenda. Entendí que ya no podría recostarme hacia adelante y decirle, dobla acá, pará ahora. Que no me daría cuenta por su respiración si estaba seguro de lo que hacía, o estaba perdido o mirando un whatsup. Estaba siendo llevada por un ser lejano.
Mis estudiantes de ciencias políticas me han enseñado que es obvio que los grados de inmediatez son relevantes para la generación de confianza política. Sin embargo, lo que no es tan obvio es la gran diferencia de inmediatez que sentimos hacia los legisladores y hacia el presidente.
Si alguien pusiera en evidencia donde se concentra el foco de las cámaras, los titulares de los diarios, los escenarios de las imágenes, creo que daría cuenta de cómo todo ello diluye a los legisladores, y en cambio nos permite entrar en la cabina del presidente, hacernos sentir que estamos sentados adelante con él, oliendo el humo de su cigarrillo, hablándole a la cara.
Alberto hizo un uso exhaustivo de esta necesidad de inmediatez, y por eso la concentración extrema de las decisiones en relación a la pandemia tuvo tanta eficacia política. No se trata tanto de cuan razonable nos pareció sus decisiones, se trata de que nos sentimos conversando con él en la oscuridad del taxi.
El Parlamento, en general,  no tiene para nosotrxs una cara, es más bien un crisol de caras multiformes imbricadas en pasillos o en un foro hecho de sillas antiguas. No sabemos de dónde viene la ley, ella no nos hace dialogar con las razones de alguien, no somos parte de la asamblea. Nos falta intimidad humana, inmediatez. Esto quizá no siempre fue así, las asambleas romanas, tal vez, o el parlamento inglés, quiza se pinten de otra manera, pero aquella pintura devino en esta.

Desde otro ángulo, yo diría que presuponemos que la información y el cálculo preciso se hospedan en la corte del monarca, y no en la corte del legislador. Creo que en nuestro imaginario colectivo el tesoro nacional es un lugar donde además de monedas de oro hay una gran computadora donde llega todos los datos que existen, y ellos son proyectados en una pantalla en el despacho del presidente. Así, el técnico al que se conoce y se critica es aquel que se sienta a lado del presidente a mirar esa pantalla. Los ministros, para empezar, y sus secretarios, subsecretarios, directores, etc., etc.  La legitimidad que el mandatario porteño y bonoerense están ganando, viene en parte de estar sentados a la mesa del presidente, el dueño de la pantalla.
De los asesores legislativos solo sabemos que son parientes de los legisladores, en general bastante sub-educados (que es como el periodista porteño ve al provinciano asesor), que transitan con penosa y poca sobriedad, sin ninguna señal de conspicuidad, por los pasillos de mármol del Congreso. Hecho o Prejuicio, Estereotipo o Dato de la realidad, lo cierto es que cerca de ahí parece estar nuestro imaginario. Quién podría confiar en que estos campechanos tengan alguna info relevante, y mucho menos, el expertice para tomar la mejor decisión?

El último asunto, claro, está en esa escena delirante que los parlamentos nos vienen ofreciendo durante los “debates”. Se levanta une y grita en contra de otre o contra un enemigo de dimensiones fantasmagóricas. Se levanta otre y dice lo contrario, pero con más barbarie. A eso le llaman “debate”. Las luces se encienden siempre, en el instante de mayor violencia verbal.
Y la Constitución tan testosteronita que tenemos, les garantiza la “inmunidad de opinión”, la que claro, funciona como esa regla del Jockey sobre hielo que autoriza a que el árbitro pare el partido para que los equipos se maten a trompadas entre ellos. A eso le llamamos garantía “deliberativa”.  
? Porqué nuestra constitución no impuso reglas o principios ordenados a garantizar un diálogo?. Como por ejemplo, sí tomo la palabra después de X, sea para tomarme en serio lo que dijo X, y para dar razones sobre eso, como quien construye deliberativamente argumentos. Cómo quien dialoga. ¿Porque deliberar para nuestra constitución devino en mostrar "al más fuerte”? (y cuanto patriarcado hay en la vara que mide, e ilumina, a quién es el más fuerte).
Esa escena de violencia verbal histórica, tan antidemocrática como inspiradora de intolerancias, se nos presenta en la pantalla como una cantina de borrachos. Esa escena se fortaleció con una reforma constitucional que estableció el sistema de “partidos” como la única forma de acceder a cargos públicos, y que se encargó de garantizar el bipartidismo, para que el juego de suma cero llegara al paraoxismo jacobino de hoy.   
Ese imaginario institucional, sus teorías, sus persupuestos que no cierran por ningún lado, que se auto-contradicen (como lo hicieron los jacobinos, como lo hace el femicida “protector”, y, según lo dijo el presidente ahora, también como lo hacen los capitalistas), ese es el imaginario que vuelve al Congreso inoperante ante lo grave, ante lo importante, porque nadie esperaría de ahí la mejor decisión.

Yo no creo que el Congreso se trate de una cantina de borrachos, ni creo que no existan ahí caras con razones que iluminar con las cámaras, y con las que dialogar. Pero sí creo que nuestro imaginario del orden institucional esta bastante emparentado con ese estereotipo, y nos hace confiar más en el presidente que en los legisladores. También creo que ese imaginario es el resultado en parte de la letra constitucional, pero sobre todo, de las teorías constitucionales que nos dominan desde hace siglos haciéndonos creer que el Estado de Derecho fue parido por un macho alfa (el poder constituyente), al que recurrimos cada vez que necesitamos la decisión correcta. Estamos encerrados en ese ciclo recursivo de las contradicciones jacobinas, que al final del día no son mas que la esperanza "jacobita" de los esoceses, de esperar que al horizonte lo descubra un linaje político, todopoderoso, pero católico.

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